Hace una semana me pidieron intervenir en un departamento cuyo rendimiento llevaba meses en caída libre. “Hay tensiones”, me dijeron. “Pequeños roces”, añadieron, intentando suavizar lo que ya era evidente: el equipo estaba completamente fracturado. Cuando llegué, lo confirmé en los primeros diez segundos. Nadie levantaba la vista del ordenador, las conversaciones eran mínimas y cargadas, y la energía era tan espesa que parecía llenar la habitación como una niebla pesada. Ese tipo de ambiente que no necesita palabras para anunciar que algo va mal.

Me prepararon una sala para trabajar con ellos. A medida que fueron llegando, cada persona se sentó como si eligiera un bando invisible. Dos a la izquierda, tres al fondo, uno cerca de la puerta como si necesitara una vía de escape. Nadie se miraba directamente. Yo llevaba apenas unos minutos allí y ya podía sentir por qué su productividad había caído en picado.

La dirección pensaba que era un problema de comunicación. Yo sabía, por experiencia, que eso es solo la superficie. Debajo late algo más profundo: heridas pequeñas, expectativas no dichas, necesidades emocionales no cubiertas, errores interpretados como ataques, silencios convertidos en gritos, y emociones desbordadas que cada uno intenta esconder bajo la apariencia de profesionalidad.

Respiré hondo y abrí la sesión con algo sencillo: «Quiero escucharos. Contadme qué está pasando desde vuestra perspectiva»

El silencio fue absoluto. La incomodidad, palpable. No es fácil ser el primero en hablar cuando el clima está tan tenso. Después de varios segundos, una de las personas del equipo se atrevió. No levantó la voz; casi la escondió.
—Yo… ya no sé qué decir para no generar más problemas.

Ese fue el punto de entrada. Lo que siguió fue una cascada progresiva de confesiones, reproches contenidos, emociones acumuladas y palabras que llevaban demasiado tiempo esperando salir. El conflicto, cuando se estanca, no desaparece: se filtra en cada gesto, en cada decisión, en cada correo electrónico que se escribe con más cuidado del necesario. Y, sobre todo, en cada aquello que ya no se dice.

A medida que avanzaba la sesión, fui reconociendo distintos patrones en las personas. No porque quisiera etiquetar a nadie, sino porque se manifiestan sin más. Había quien había cedido tanto que ya apenas tenía voz. Había quien negociaba todo a medias, sin profundizar jamás en lo esencial. Había quien evitaba sistemáticamente cualquier conversación importante, y quien se había vuelto más duro y rígido para protegerse. Todos ellos, intentando sobrevivir al mismo conflicto.

Pero la historia de aquel día no va sobre categorías. Va sobre personas. Sobre cómo, cuando un conflicto se instala, transforma la manera en que trabajamos, pensamos y nos relacionamos. Y también sobre cómo puede revertirse ese deterioro cuando se crea el espacio adecuado.

En aquel departamento, el trabajo técnico seguía haciéndose, pero el coste emocional se había vuelto demasiado alto. Me lo dijo uno de los miembros en un momento de honestidad: Nos estamos desgastando más en entendernos que en trabajar.

Y es cierto. El conflicto no resuelto consume una cantidad desproporcionada de energía interna: las conversaciones mentales, las interpretaciones, las hipótesis sobre lo que el otro quiso decir, el miedo a reaccionar mal, la autocensura, la presión de quedar bien y la sensación de estar caminando sobre cristales rotos.

El efecto en los resultados es inevitable. El equipo ya no colaboraba; apenas coordinaba tareas básicas. Las reuniones eran monólogos cortos y defensivos. La innovación había desaparecido. Y el clima emocional, que nunca figura en los KPIs pero lo determina todo, estaba devastado.

De hecho, mientras escuchaba cómo hablaban entre ellos, me di cuenta de algo: no estaban discutiendo sobre el contenido del trabajo; estaban discutiendo sobre cómo se sentían con respecto al trabajo… y, sobre todo, con respecto a los demás.

Esa es la parte más difícil de un conflicto: que nunca es solo sobre lo que parece.

El punto de inflexión: cuando deciden empezar a escuchar

En la segunda parte de la sesión, propuse algo simple:
—Vamos a escucharnos sin preparar respuestas. Sin interrumpir. Sin defendernos. Solo escuchar.

Lo dije sabiendo que, en contextos tensos, escuchar es una de las tareas más difíciles. Pero también de las más transformadoras.

La primera persona habló durante casi cuatro minutos. Contó cómo se había sentido desplazada durante meses. Cómo había intentado ayudar, pero cada sugerencia era recibida como una injerencia. Lo dijo con temblor, con cuidado, con verdad.

Y cuando terminó, ocurrió algo inesperado: una compañera que había estado distante toda la sesión se le acercó con el cuerpo, aunque no movió la silla. Miró hacia ella por primera vez.
—No sabía que te sentías así —le dijo—. Pensé que estabas enfadada conmigo.

Ese fue el primer puente.

A partir de ahí, la conversación cambió de forma. No fluía todavía, pero ya no era una secuencia de monólogos defensivos. Empezaba a parecerse a algo más humano. Más real. Más útil.

A mitad de la sesión, lancé una pregunta que siempre marca diferencia: ¿Qué necesita cada uno ahora mismo para poder trabajar mejor con el resto?

Ese tipo de preguntas abre una puerta que muchos no se habían permitido cruzar. Porque en un conflicto, a menudo nadie pregunta por las necesidades reales. Solo por las posiciones.

Las respuestas comenzaron a revelar lo que no se había dicho:

«Necesito claridad.»
«Necesito que me aviséis antes de cambiar algo.»
«Necesito sentir que mi criterio importa.»
«Necesito que no me habléis como si estuviera equivocándome siempre.»
«Necesito que confiéis en que puedo hacer mi trabajo.»

El aire en la sala empezó a transformarse. Cuando las necesidades salen a la luz, deja de haber enemigos y empiezan a aparecer personas.

En ese momento propuse un enfoque más profundo: ¿Y si buscamos una solución que no sea que uno gane y el otro pierda? ¿Una solución que os sirva a todos?

Aquí ocurrió el cambio más significativo. De repente, ya no intentaban imponerse, ni protegerse, ni retirarse. Estaban colaborando. Creando. Construyendo algo conjunto.

Salir del conflicto no es un acto puntual; es un proceso. Pero ese día comenzaron a recorrer el camino.

Cada mediación me enseña algo nuevo, ese día aprendí que incluso los equipos más fragmentados pueden reconstruirse si se cumplen tres condiciones:

  1. Hay espacio para que todos hablen, incluso quienes han estado silenciados.
  2. Hay momentos donde cada uno se mira de verdad, aunque sea solo por unos segundos.
  3. Hay un punto en el que alguien decide dejar de tener razón para empezar a comprender.

El conflicto no desaparece con fórmulas mágicas. Pero sí puede convertirse en un terreno fértil para la evolución del equipo. Aquella tarde, entre silencios, lágrimas contenidas y algunas sonrisas tímidas, lo vi suceder. Vi cómo un grupo de personas cansadas y desconectadas recuperaba algo esencial: la sensación de estar del mismo lado.

No todo quedó resuelto en una sola sesión. Pero se desbloqueó lo más difícil: la voluntad de seguir trabajando juntos. El equipo salió diferente. No perfecto, pero más honesto. Más consciente. Más preparado para crecer.

Y yo salí recordando la lección fundamental: el conflicto, cuando se acompaña con respeto, puede convertirse en el motor más poderoso de transformación y crecimiento de un equipo.

 

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Rosa Cañamero
Coach Ejecutivo MCC por ICF & Consultora de Transformación Cultural


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www.rosacanamero.com
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