Hace años, cuando comenzaba mi andadura como formadora en habilidades directivas, viví una experiencia que en aquel momento me costó mucho digerir, pero que hoy, con la perspectiva que da el tiempo, tengo que reconocer que fue una experiencia enriquecedora, que me ayudó a crecer profesional y personalmente.

Impartía un curso sobre comunicación a un grupo de profesores de secundaria, les hablaba de cómo poder utilizar el lenguaje para conectar emocionalmente con las personas de su entorno laboral y de la importancia que tiene ser muy preciso con las palabras que utilizamos habitualmente para transmitir lo que pensamos o describir lo que vemos; ya que las palabras impactan y que dependiendo de cómo las utilicemos pueden influir de forma muy positiva o ejercer un gran efecto de destrucción, tanto en la persona que las pronuncia como en la que las recibe; terminando mi explicación con la archiconocida frase de la PNL (Programación Neurolingüística): “el lenguaje no es inocente.

En ese momento uno de los profesores de la asignatura de lenguaje, que estaba sentado al fondo de la sala, se levantó y con un elevado y –según mi interpretación- agresivo todo de voz, me increpó que dejara de decir tonterías porque todos sabíamos que “una mierda siempre es una mierda” y que por más que yo les contara, las palabras describen, no transforman. En aquel momento, reconozco que me dejé atrapar por la mezcla de emociones que había provocado en mí aquella brusca intervención y no supe cómo reaccionar, sólo alcancé a ruborizarme y a decirle que le agradecia el comentario y que lo tendría en cuenta.

Y así hice, desde ese mismo día, una vez que terminé la clase y me recompuse del shock, empecé investigar con todo mi ahínco para encontrar los argumentos, que en ese momento me faltaron, para reafirmar la frase que tanta ira despertó en él: “el lenguaje no es inocente”. Y realmente hoy, tengo que confesar, que esta disciplina se ha convertido en una de mis pasiones profesionales.

Marshall B. Rosenberg, uno de mis autores favoritos en el campo de la comunicación, nos habla de esto precisamente, explicándonos que existen varias formas de comunicación que contribuyen a que nos expresemos verbalmente de manera destructiva con los demás. De todas estas formas yo hoy quiero destacar la que para mi es la más violenta de todas: los juicios moralistas.

Estamos tan acostumbrados a emitir y a recibir juicios, que hemos ya aceptado que es la manera correcta de comunicarnos entre las personas. Hemos crecido en una sociedad que señala y critica a las personas que actúan y piensan de manera diferente a cómo uno lo haría. El patrón de pensamiento es: “Tal y como yo veo la vida, es la forma correcta, por eso tú estás equivocado y tienes que cambiar para ver la vida como yo y actuar según mi criterio, que es el correcto”. Y este pensamiento lo reflejamos en nuestra conversaciones a través de frases como: “ Eres un egoísta porque no me das todo lo que yo te pido” “ Eres un vago porque no trabajas todo lo que yo trabajaría” o “Tu problema es que sólo piensas en ti porque no haces lo que yo quiero que hagas”.

Estos comentarios con los que, evidentemente, se sienten agredidas las personas que los reciben, más allá de conseguir su propósito, lo único que consiguen es construir muros entre las personas.

Desde la no inocencia del lenguaje, mi conclusión en este punto es que, si queremos contribuir a eliminar esos muros y conectar verdaderamente con las personas, tenemos que utilizar en nuestra comunicación un lenguaje positivo y responsable; y para ello, el primer paso es empezar a mirar al otro desde el más absoluto respeto de quién es y entender que sus valores, creencias, prioridades y comportamientos, aún siendo diferentes a los nuestros tienen la misma validez.

 

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Rosa Cañamero

Socia directora Execoach