Hay ideas que sobreviven a los siglos porque siguen funcionando. El mito griego de Pigmalión es una de ellas. Un escultor que se enamora de su propia creación y consigue que cobre vida no parece, a primera vista, un manual de management. Sin embargo, en psicología organizacional se ha convertido en una de las metáforas más potentes para explicar cómo el liderazgo influye en el rendimiento. De ahí nace el llamado efecto Pigmalión, un concepto acuñado por Robert Rosenthal, psicólogo social y profesor en la Universidad de California, para describir un fenómeno tan incómodo como fascinante: las expectativas de quien lidera tienden a cumplirse.
No porque el universo conspire a favor del jefe, sino porque las personas ajustan su comportamiento, consciente e inconscientemente, a lo que perciben que se espera de ellas. En el contexto de una multinacional, con estructuras complejas, equipos diversos y presión constante por resultados, este efecto no es una curiosidad académica. Es un multiplicador silencioso de desempeño… o un freno invisible.
El efecto Pigmalión parte de una idea simple: cuando un líder cree de verdad que su equipo puede rendir a un nivel alto, actúa de forma coherente con esa creencia. Comunica de otra manera, asigna retos más ambiciosos, dedica más tiempo a desarrollar talento y transmite confianza incluso cuando las cosas se tuercen. El resultado es que las personas, al sentirse capaces y respaldadas, elevan su nivel de exigencia interna y su compromiso. No trabajan mejor para agradar al jefe, sino porque empiezan a verse a sí mismas como profesionales capaces de lograrlo.
Las expectativas de un líder no describen la realidad del equipo: la crean.
Rosenthal lo demostró inicialmente en el ámbito educativo, pero el salto al mundo empresarial fue natural. Las organizaciones también son ecosistemas de expectativas. Un manager que espera mediocridad suele obtenerla, aunque jamás la mencione en voz alta. Basta con revisar cómo delega, cómo escucha, cómo corrige y cómo reconoce el esfuerzo. En cambio, cuando las expectativas son altas y creíbles, el comportamiento del líder cambia y el clima del equipo se transforma.
Aquí aparece un matiz clave que a menudo se pasa por alto: las expectativas no funcionan si son impostadas. Un discurso motivacional vacío no activa el efecto Pigmalión; al contrario, lo neutraliza. Las personas detectan con rapidez cuándo la confianza es auténtica y cuándo forma parte de una presentación corporativa. Para que este efecto se ponga en marcha, el líder debe creer de verdad en la capacidad de su gente, incluso antes de que los resultados lo confirmen.
En el entorno profesional, el efecto Pigmalión se manifiesta a través de microconductas diarias. No se trata de grandes gestos heroicos, sino de decisiones aparentemente pequeñas: a quién se le asigna un proyecto estratégico, quién recibe feedback constructivo y quién solo escucha silencio, quién es invitado a una reunión clave y quién queda fuera. Cada una de estas decisiones envía un mensaje claro sobre lo que se espera de cada persona. Y esos mensajes, repetidos en el tiempo, acaban modelando el rendimiento.
Confiar en las personas no es un acto de fe, es una decisión estratégica.
La investigación en gestión organizativa ha mostrado que confiar en la capacidad de los profesionales mejora no solo la productividad, sino también la calidad de la toma de decisiones y la eficiencia colectiva. Cuando un equipo siente que se espera excelencia, pero también aprendizaje, el error deja de ser una amenaza y se convierte en información. Este cambio de marco mental es especialmente relevante en entornos corporativos donde la innovación y la adaptación son críticas.
Aquí entra en juego el papel de la recompensa, entendida en un sentido amplio. No todo se reduce al incentivo económico, aunque este siga siendo importante. El reconocimiento emocional, el agradecimiento explícito y el feedback bien formulado tienen un impacto directo en la motivación. Un manager que refuerza verbalmente el progreso, incluso cuando el objetivo final aún no se ha alcanzado, está alimentando el ciclo del efecto Pigmalión. No premia solo el resultado, sino el proceso y la intención, lo que incrementa la probabilidad de mejora sostenida.
En este punto conviene introducir otra variable decisiva: el estado emocional del líder. Daniel Goleman, psicólogo y divulgador reconocido por su trabajo sobre inteligencia emocional, ha mostrado cómo el clima emocional creado por quien dirige influye directamente en el rendimiento del equipo. El humor, la forma de gestionar la presión y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace no son detalles secundarios. Son señales constantes que el cerebro social de los empleados interpreta para decidir cuánto esfuerzo vale la pena invertir.
Un líder tenso, desconfiado o cínico puede hablar de altas expectativas, pero su lenguaje no verbal contará otra historia. Y esa historia es la que el equipo creerá. Por el contrario, un líder exigente pero emocionalmente estable, que transmite calma y foco incluso en momentos críticos, refuerza la percepción de que los retos son alcanzables. Esta combinación de exigencia y confianza es el caldo de cultivo perfecto para el efecto Pigmalión.
El desempeño empieza cuando alguien espera lo mejor de ti antes de que lo demuestres.
El feedback es otro de los grandes aceleradores o inhibidores de este fenómeno. No cualquier feedback sirve. El que se centra exclusivamente en el error como fallo personal mina la motivación y activa mecanismos defensivos. En cambio, el feedback que interpreta el error como una oportunidad de ajuste y aprendizaje refuerza la sensación de competencia. Cuando un manager dice, de forma explícita o implícita, “sé que puedes hacerlo mejor y te ayudo a conseguirlo”, está activando una profecía que tiende a cumplirse.
En organizaciones grandes, donde la distancia jerárquica puede diluir la influencia directa, el efecto Pigmalión no desaparece; se desplaza. Las expectativas se filtran a través de mandos intermedios, sistemas de evaluación y narrativas internas. Por eso, el liderazgo consciente de este efecto no se limita a la relación uno a uno, sino que cuida los mensajes que se institucionalizan. Qué se mide, qué se celebra y qué se tolera comunica expectativas con una claridad brutal.
También existe la cara B de esta historia: el efecto Golem, el reverso oscuro del Pigmalión. Cuando las expectativas son bajas, el rendimiento tiende a caer. No porque las personas pierdan capacidades, sino porque se les envía el mensaje de que no se espera mucho de ellas. En contextos de reestructuración, fusiones o cambios estratégicos, este riesgo se multiplica. Managers bienintencionados, pero agotados, pueden transmitir sin querer una falta de confianza que se traduce en desmotivación y bajo desempeño.
Para un directivo de una multinacional, entender este mecanismo no es un ejercicio teórico. Es una herramienta práctica de liderazgo. Significa revisar con honestidad qué expectativas reales se tienen sobre cada miembro del equipo y cómo se están comunicando. Significa preguntarse si se está dando a las personas la oportunidad de crecer o si se las está encasillando en roles cómodos pero limitantes.
Aplicar el efecto Pigmalión no implica ingenuidad. No se trata de ignorar resultados ni de bajar el nivel de exigencia. Al contrario. Funciona precisamente porque combina expectativas altas con apoyo real. El mensaje implícito es claro: “Esto es difícil, pero confío en que puedes lograrlo y voy a acompañarte en el proceso”.
La cultura de la confianza se forja cada día
Muchas organizaciones invierten millones en tecnología, procesos y estructuras, sin embargo resulta casi provocador recordar que una de las palancas más eficaces del rendimiento sigue siendo profundamente humana. Las creencias del líder, expresadas a través de su comportamiento diario, siguen moldeando la realidad de los equipos. El efecto Pigmalión no promete milagros, pero sí una ventaja competitiva difícil de copiar: una cultura donde las personas rinden cerca de su máximo porque alguien confió en que podían hacerlo.
Para el manager que lidera talento global, diverso y altamente cualificado, este enfoque no es opcional. Es parte del oficio. Las expectativas no son un pensamiento privado; son una fuerza organizativa. Bien utilizadas, elevan el rendimiento y el compromiso. Mal gestionadas, lo erosionan silenciosamente. La diferencia no está en saberlo, sino en practicarlo cada día.
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Ángel Martínez Marcos
Coach Ejecutivo & Consultor de Transformación Cultural
www.amartinez.net
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Fotografía de Bernard Hermant

