En general, por lo que he comprobado a través de mi contacto diario con todo tipo de ejecutivos y directivos de muy diversos sectores y empresas, los directivos de las empresas tienen un alto concepto de sí mismos. Creen que están haciendo bien su trabajo, que lideran bien a sus equipos, que escuchan lo necesario, y que toman decisiones unilaterales cuando lo requiere el proyecto o la situación. Lamentablemente, cuando preguntamos a sus colaboradores de forma confidencial, normalmente no piensan que sus jefes sean tan buenos.

Uno de los aspectos más decisivos que influyen en este gap es el dilema entre imponer una decisión o negociarla con tu equipo. La ventaja aparente más clara de imponer una decisión es que es más rápido y ágil. Y la excusa perfecta es que en tiempos de velocidad vertiginosa de cambios constantes y competitividad agresiva, en las empresas debemos tomar decisiones de forma muy rápida. Pero, no sé si te has fijado, he dicho «ventaja aparente». Si sigues leyendo el artículo, descubrirás por qué.

Obviamente, imponer una decisión a tu equipo es también más cómodo, porque evitas los desacuerdos, los posibles conflictos, y se hacen las cosas como a ti te gustan. Pero…

Recientemente, he leído un estudio muy interesante que se realizó sobre cómo se tomaba la decisión final en más de 300 decisiones importantes de empresas como la NASA, General Motors o General Electric. El estudio descubrió que sólo 1 de cada 7 decisiones se negociaba, acordaba o discutía entre las personas responsables, por lo tanto la gran mayoría se imponían por parte del jefe. Sin embargo, el estudio reveló también que cuando se usó la estrategia de negociar o promover la discusión buscando un acuerdo entre las personas del equipo, el éxito de las decisiones aumentó drásticamente.

Según los investigadores americanos Dan y Chip Heath, negociar o buscar el acuerdo es una forma de tomar decisiones más efectiva y rápida en el largo plazo. Por eso, he resaltado la «aparente ventaja» de la rapidez de imponer. Imponer es más rápido en el corto plazo, porque como no preguntas ni escuchas opiniones de otras personas, tomas la decisión inmediatamente. Sin embargo, cuando tu decisión afecta a otras personas (la mayoría de decisiones son así) y además, estas personas van a tener que ejecutar dicha decisión, lo más seguro es que no la ejecutarán con entusiasmo o convicción, porque no se les ha pedido opinión alguna. Lo que harán, y esto es de hecho lo que hacen miles de profesionales con las decisiones impuestas por sus jefes, es aplicarlas de forma mecánica, básica y burocrática. Por lo tanto, en el largo plazo esta decisión no tendrá impacto real, porque le falta el compromiso y la pasión de las personas que la van a aplicar.

Por eso, cuando permitimos que las personas relacionadas con una decisión opinen, discutan y expongan sus objeciones, estamos consiguiendo su compromiso, incluso en el caso de que la decisión no sea exactamente la que defendían. Lo importante para las personas es sentirse partícipes, sentirse importantes, sentir que se les pide su opinión cuando se toma una decisión importante. Y cuando finalmente el responsable del equipo se decanta por un camino, su equipo estará mucho más comprometido con esa decisión, ejecutándolo con más eficacia, agilidad y entusiasmo. Es cuestión de elegir, eficacia a corto plazo o eficacia a largo plazo.

Lamentablemente, y esto lo observo también cada día, el cortoplacismo es la estrategia predominante en las organizaciones de hoy en día. Y apostar por «abrir el melón» de negociar o discutir sobre una decisión importante tiene que ver con un cambio cultural profundo, que tiene que ver con el largo plazo, el foco en lo importante y no en lo urgente, y con un estilo de liderazgo mucho más motivador y efectivo porque las personas hacen mucho mejor su trabajo cuando están motivadas y contentas con su jefe y su organización. Y este aspecto concreto, el de que se pida su opinión sobre decisiones importantes, es decisivo.

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Javier Carril
Socio Director